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La luna, un galeón fantasmal en la extensión oscura, arrojó un brillo etéreo sobre la ágil forma de Elara. Esta noche ella cazó. Pero antes de caer en el abrazo aterciopelado de la noche, se presentó un dilema de vestimenta. ¿Qué ponerse? Elara, una criatura de atractivo eterno, poseía un guardarropa que haría llorar de envidia a María Antonieta. Terciopes antiguos, sedas hiladas a la luz de la luna y rasos tejidos a partir de secretos susurrados colgaban de su tocador, una sinfonía de sombras y tonos crepusculares. Sin embargo, el conjunto de esta noche pedía algo más... teatral. Para esta cacería, Elara anhelaba un toque de lo macabro, un susurro de la danza macabra entretejida en su propio ser. Sus dedos, como arañas pálidas, bailaron sobre la suave extensión de un vestido azul medianoche, cuyo corpiño estaba adornado con bordados macabros: enredaderas esqueléticas retorciéndose alrededor de rosas rojo sangre. La falda, una cascada de noche líquida, susurraba secretos mientras se acumulaba alrededor de sus tobillos. Pero faltaba algo. Un toque de dramatismo, un destello de luz de luna para llamar la atención. La mirada de Elara se posó en un chal diáfano, tejido con hilos de luz de luna e hilado con polvo de estrellas. Mientras lo colocaba sobre su cabello negro azabache, brillaba como una nebulosa capturada, proyectando un aura etérea sobre su piel de porcelana. Finalmente, un toque de carmesí. Una sola gota, procedente de un cáliz de rubí más antiguo que el tiempo, se aplicó en sus labios, un marcado signo de puntuación contra su rostro de alabastro. Elara, la cazadora envuelta en la luz de la luna y macabra, estaba lista. Esta noche, la sinfonía de la noche se pintaría de escarlata.
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