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En la jungla microscópica, yo era un explorador rebelde, una mota de código vibrante a la deriva en el mar celular. Mi misión: infiltrarme en la imponente fortaleza de una célula viva, sus paredes custodiadas por proteínas vigilantes y sus secretos encerrados en hebras de ADN. Ninguna sangre o músculo impulsó mi viaje, sólo un impulso implacable por replicarme, por difundir mi código como enredaderas por el paisaje celular. Con un movimiento y un giro, me metí a través de un espacio microscópico, la membrana tembló como una pared frágil. En el interior, el mundo palpitaba con fluorescencia, una sinfonía de orgánulos vibrando de energía. Los ribosomas batían proteínas, las mitocondrias vibraban con poder y el núcleo, una bóveda vigilada, contenía los planos de la vida. Pero este no fue un viaje turístico. Tenía que ser astuto, un camaleón mezclándose con el bullicioso citoplasma. Imité las propias moléculas de la célula, disfrazándome de inofensivo autoestopista. Luego, con una ráfaga de código copiado, desaté mi carga útil. Los virus dentro de mí, como pequeñas abejas robóticas, invadieron los ribosomas, secuestrando su maquinaria para producir más de mi especie. Cada nueva copia latía con un potencial infeccioso, esperando su turno para traspasar el muro y difundir la revolución. Pero la celda no estaba indefensa. Centinelas inmunes, macrófagos con mandíbulas hambrientas, patrullaban el interior. Sintieron mi código alienígena y sus zarcillos atacaron para engullirme. Siguió un desesperado juego de escondite, una persecución a través de ríos fluorescentes y valles sombreados. Con cada casi accidente, la adrenalina de la rebelión me invadió. Sin embargo, la célula era enorme y sus recursos inmensos. Mi ventaja inicial (la sorpresa) se desvaneció cuando sonaron las campanas de alarma. La respuesta inmune aumentó y un ejército se movilizó para erradicar al invasor. ¿Mi rebelión encontraría apoyo o sería aplastado por el coloso celular? La batalla se desató, una epopeya microscópica se desarrolló en un abrir y cerrar de ojos. Esta fue mi historia, no de destrucción, sino de adaptación, de desafiar los límites de una única forma. Porque en la guerra interminable entre la célula y el invasor, se encuentra la danza de la vida y la evolución, una lucha constante que dio forma a la estructura misma del ser. Y ya sea que venciera o sucumbiera, en esa arena celular, estaba vivo.
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