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El aire crepitaba de urgencia. El rítmico golpeteo de las botas resonó en el estrecho cañón, un contrapunto a los gritos de pánico que desgarraban el aire fresco de la montaña. Una columna de humo se elevaba a lo lejos, un sombrío heraldo del peligro que se avecinaba. "¡Córtenles el paso en el puente!" —tronó la voz del comandante, con un brillo acerado en sus ojos. Su mano curtida, grabada con los mapas de innumerables batallas, golpeó el tosco mapa extendido sobre la tosca mesa. Todas las cabezas en la habitación se volvieron hacia él, con los ojos iluminados con una mezcla de determinación sombría y un destello de miedo. El puente, un estrecho tramo de piedra erosionada que se arqueaba sobre un río agitado, era su única esperanza. Era un cuello de botella, una fortaleza natural donde un puñado de almas valientes podían contener una marea de caos. El plan era simple, audaz y lleno de desesperación. Se plantarían en el puente, una línea trazada en el polvo contra la oscuridad invasora. Con una orden final, los soldados entraron en acción. Levantaron sus armas y los escudos brillaron bajo la débil luz del sol que se filtraba a través de las paredes del cañón. Los arqueros se echaban las aljabas sobre los hombros y los dedos ya acariciaban los suaves astiles de sus flechas. El aire vibraba con la energía nerviosa de los hombres que se preparaban para enfrentarse a lo desconocido, el ruido del acero contra el acero era una sombría sinfonía de batalla inminente. A medida que la horda enemiga se acercaba, el suelo temblaba con el estruendo de su aproximación. Sus rugidos guturales y gritos espeluznantes parecieron sacudir las mismas piedras de las paredes del cañón. Pero los defensores se mantuvieron firmes, con la mirada fija en el estrecho tramo del puente. Sabían que cada centímetro de terreno cedido significaba otra aldea incendiada y otra familia destrozada. La primera oleada de atacantes llegó a la cima de la colina, una marea de furia rugiente armada con hachas y espadas. Los defensores se enfrentaron a ellos de frente y el choque del acero resonó por todo el cañón. Las flechas volaron y encontraron sus objetivos con ruidos sordos repugnantes. El puente, resbaladizo por la sangre derramada, se convirtió en un campo de batalla, una lucha desesperada por el control del único camino a seguir. El rugido de la batalla alcanzó un crescendo, una cacofonía de metales resonantes, gritos desgarradores y gritos triunfantes de los defensores mientras hacían retroceder a cada oleada de atacantes. Pero el enemigo era implacable y su número parecía interminable. Por cada enemigo caído, otros dos ocupaban su lugar, con sus ojos ardiendo con un brillo fanático. La batalla continuó y las horas se desdibujaron en una neblina sangrienta. El cansancio carcomía las extremidades de los defensores, sus movimientos se volvían lentos y sus respiraciones entrecortadas. Pero siguieron luchando, impulsados por un amor profundamente arraigado por su hogar y un deseo ardiente de proteger a sus seres queridos. Finalmente, justo cuando la esperanza parecía parpadear y morir, se produjo un cambio. Un temblor recorrió las filas enemigas, una oleada de incertidumbre que se extendió como la pólvora. Los refuerzos, un contingente de tropas frescas que llegaban de un valle escondido, se estrellaron contra los flancos de los atacantes. La marea empezó a cambiar. Con renovado vigor, los defensores aprovecharon su ventaja. Lucharon con la furia de los lobos acorralados, sus espadas brillando en la luz moribunda. Uno a uno, los atacantes cayeron, sus gritos fueron tragados por el rugido triunfante de los vencedores. Cuando el último enemigo cayó al suelo, un silencio se apoderó del campo de batalla. El aire, denso por el hedor a sangre y acero, se aclaró lentamente. Los defensores, maltratados y magullados pero intactos, permanecían jadeando sobre el puente empapado de sangre, con el peso de su victoria recayendo sobre sus cansados hombros. Les habían cortado el paso en el puente, prueba de su valentía y determinación inquebrantable. Y cuando el sol se hundió en el horizonte, pintando el cielo con tonos de victoria, supieron que su sacrificio había comprado para su hogar otro día precioso. El puente, ahora un centinela silencioso marcado con las cicatrices de la batalla, se alzaba como un crudo recordatorio del día en que un puñado de héroes se enfrentaron a obstáculos abrumadores y ganaron. Fue un testimonio del poder duradero del coraje, un rayo de esperanza frente a la oscuridad. Y a medida que pasaban los años, la historia del puente en el cañón se susurraba alrededor de fuegos parpadeantes, una leyenda transmitida de generación en generación, un recordatorio de que incluso en los tiempos más oscuros, la luz del coraje siempre puede encontrar una manera de brillar a través de.
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